El primer destello solar se difumina a través de la vitralería multicolor en la gama de púrpuras y morados. El escándalo auroral apenas lo distrae —siglos de alaridos de espanto e imprecaciones contra Dios—: Años pletóricos de vigilias diurnas estudiando textos antiguos.
El noble castellano sube, encorvado, a pasos pequeños, la escalera. Junto al rellano del piso principal se detiene para caer exhausto en la poltrona, mientras se extinguen los sordos quejidos y lúgubres sollozos que saturaran el castillo. Ahora los demás fantasmas duermen y él continuará hacia la biblioteca. Descansará un minuto...
Clava los ojos sobre el incólume espejo que permanece ahí desde su niñez. Se concentra en un punto de fuga y ve ese reflejo que nada más existe porque lo imagina. Escurre una lágrima.
Revive la Investidura. Otra vez recibe la Plancheta del Grado Tercero. Oye la voz del decano: —Si conjugas entereza e intención, en procesos equiparables al propio aniquilamiento, trascenderás los límites ordinarios del vivir humano y realizarás tu riquísimo potencial interior. —Aspira el aroma de cirios
ancestrales.
El anochecer lo sorprende —como siempre— sumido en un desorden mental intrincado con mil libros crípticos sobre transmigración, retornos, metempsicosis y oscuras profecías.
No interrumpe aquel ensueño el denso trajinar de las cadenas entre las ruinas. Mas lo estremecen las estentóreas súplicas en el crepúsculo:
¡Muerte!, ¡¡muerte!!, ¡¡¡misericordia!!!
2 may 2002
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