El Sultán duda de que este chico triunfe. Piensa que será una lástima verlo decapitado.
—¿Dices que construirás una casa partiendo del tejado? ¡Ea! Mas recuerda el hacha del verdugo.
—Su majestad —respondió el pretendiente— con vuestra venia—. Se inclinó respetuosamente y convocó a su cuadrilla.
Los albañiles fueron traslapando las tejas, uniéndolas entre sí y con la techumbre usando mortero. Continuaron con las vigas de sustentación, las viguetas y los travesaños.
Al día siguiente, y mientras la Princesa asomaba entre las cortinas de Palacio, colocaron con precisión las dalas y las columnas de piedra, a las que adosaron los muros de tabique.
—¡Vaya! —Exclamó el soberano—, avanzas. —Y susurró— he apostado por ti.
Colocaron las ventanas y puertas en los vanos, siguieron con las baldosas, el solar y el relleno, sin descuidar —por supuesto— ni el drenaje ni el resto de los servicios.
Al tercer día, el Sultán convocó a sus súbditos y, mientras se concluían los cimientos, dió la orden al pregonero de leer el bando.
«Yo, padre de mi querido pueblo por la gracia del Profeta, concedo la mano de mi preciado tesoro a este joven que de manera tan brillante ha sabido conquistarla.»
Alrrededor de la ahora famosa casa, cientos de curiosos —deseosos de admirar y tener para contar— se paran de manos.
5 mar 2004
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