En el pretil, la mecedora se mueve sin necesidad de esfuerzo alguno de parte de Abuelo, quien ocupado en vigilar a las niñas que juegan se balancea a capricho de viento y madera. Las vigas del piso gimen al parejo del viejo mueble y la mirada recorre de arriba a abajo —con precisión cronométrica— la curva, desde los árboles que delimitan la milpa recién barbechada, hasta los mugrosos pies descalzos de la más pequeña nietecita.
La madre, soltera y atareada con el metate, se baña en el sudor copioso del calor de la lumbre y el mediodía. Un niño, el hermano mayor, se acerca por la vesana acompañando al famélico hato de ganado.
El abuelo ha muerto desde las ocho de la mañana, pero sigue atento el juego de las niñas, es su obligación, su contribución a la magra economía doméstica. Ya después lo llorarán y prepararán café y novenario.
Para sosiego de todos, el anciano es sordo, y hace caso omiso al clamor de los ancestros que llegan a recogerlo, vaporosos y mezclados entre las escuálidas vacas.
9 feb 2003
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