El príncipe Stolpestsky recibió por su décimo cumpleaños un circo en miniatura. La carpa, levantada en los jardines de palacio, permitía al niño pasearse a sus anchas alrededor de la pista. Si se exceptúan las gradas, la réplica era exacta y todos los aparatos funcionaban de verdad. Los artistas y operarios eran autómatas hechos con extrema meticulosidad, lo mismo que los animales. ¿La escenografía?, perfecta, instalada sobre un suelo de arcilla muy a propósito.
Asistía a las funciones en calidad de Dios asomándose tras una nube, nunca tenía invitados. Su adolescencia transcurrió estudiando cada detalle de los actos de acrobacia y funambulismo, de las representaciones del destacamento de payasos, del domador de gatos salvajes y de las hermosas amazonas vistiendo tutú... En una ocasión —manipulando no-se-sabe-qué poleas, palancas y resortes— escaparon los elefantes, destrozando una sección completa del parterre al que su madre profesaba gran afición.
Cuando llegó a la mayoría de edad, casaron al príncipe con cierta duquesa austriaca y arrumbaron el circo. Ella fue la mujer más feliz del planeta: su consorte jamás se le negaba, las proporciones del miembro viril eran perfectas; incansable —tanto en el dormitorio como en el salón—, no era celoso y le cumplía hasta el mínimo capricho. A la mujer sólo le molestaba —poquititito— el tic-tac que se escuchaba, poniendo mucha atención, en las madrugadas, poco antes de amanecer.
24 abr 2004
Suscribirse a:
Comentarios de la entrada (Atom)
No hay comentarios.:
Publicar un comentario