Sus desvaríos lo llevaban a las élites, se codeaba con abogados fumando robustos y panatela, catrines con sus petit corona, y políticos famosos a la Churchill con sus Lonsdale.
Sus visiones parecían catálogos, de figurados, por ejemplo: pirámides, torpedos, perfectos... ¡Ah!, un presidente. Vaya, hasta una culebra.
De pronto sintió que lo tomaban entre los dedos índice, cordial y pulgar —su cuerpo exangüe de fuego y tabaco— y lo aplastaban contra la mezcla todavía fresca, arriba de la sexta fila de ladrillos, en el tercer piso. Por primera vez se resignó a su destino, y murió como lo que siempre supo que era: delicado ovalado, sin filtro.
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