Por la noche se organizaban fogatas en donde se contaban leyendas, representaban chistes y anécdotas edificantes, y se cantaban canciones. Era costumbre premiar a los improvisados actores con algún aplauso de intención jocosa; como el de la sandía, el de la selva o, mi favorito, el de la lluvia.
Éste último consistía en empezar a golpear los dedos primero índice contra índice, luego el índice y el cordial, hasta que al final se aplaudía con la mano completa. No necesito explicar que esto representaba, en su inicio, un chipi chipi, enseguida la lluvia arreciaba hasta terminar en un estruendoso chaparrón.
Cuando era el padre Marcial Maciel quien dirigía la ovación, yo imaginaba que la tormenta iba más allá y los relámpagos comenzaban a perseguirlo y él se volvía loco de terror. ¡Cómo odiaba esos dedos! Aún puedo sentirlos en mi ano, y su mano sobre la mía obligándome a acariciarle el pene dizque por un permiso especial del Papa.
Aún hoy, cincuenta años después, puedo verlo entrar a mi cuarto en las noches de lluvia y sueño con que a los dos nos parte un rayo.
Cuando era el padre Marcial Maciel quien dirigía la ovación, yo imaginaba que la tormenta iba más allá y los relámpagos comenzaban a perseguirlo y él se volvía loco de terror. ¡Cómo odiaba esos dedos! Aún puedo sentirlos en mi ano, y su mano sobre la mía obligándome a acariciarle el pene dizque por un permiso especial del Papa.
Aún hoy, cincuenta años después, puedo verlo entrar a mi cuarto en las noches de lluvia y sueño con que a los dos nos parte un rayo.
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