Petra era muy presumida. Desde que rodara montaña abajo con el temblor se creía única, tanto, que no entendía que muchas otra piedras bajaron también. Y allí estaba entre todas las demás, incluso con las que llegaron millones de años antes.
Esta piedra vanidosa trataba de apartarse siempre de las otras, aunque sólo se lo imaginaba, en realidad, como ninguna de ellas podía moverse, ninguna iba a ningún lado.
Un día estuvo escuchando lo que decían los animalitos pero no captó nada. Luego se dedicó a mirar como crecían las plantas pero sin ojos no vio nada.
Comenzó a sentir vergüenza y que sus compañeras se burlaban de ella. Tampoco podía llorar o gritarles de grocerías, así que se limitó a rabiar por dentro.
Una mañana pasaron unos niños —unos niños prehistóricos, porque antes nadie había pasado por ese lugar— y la recogieron. Entonces, muy oronda, fue ella la que se burló de las otras que, como piedras corrientes que eran, se tenían que quedar.
No fue sino hasta que llegó al campamento que se le quitó lo presumida, porque allí estaban otras muchas de sus congéneres, pero muy bonitas: unas eran puntas de flecha que brillaban —¡ajá!, pensó, así que ésas son las obsididanas—, otras eran hachas fortísimas, y había un par que se llamaban Molcajete y Metate —con un hijito al que le habían puesto Mano del metate— que eran muy trabajadoras.
Cuando un hombre muy grande la revisaba y le empezaba a dar de golpes con otra piedra muy dura, se alegró de no poder sentir dolor. Mejor comenzó a soñar que era Petra la importante, pero humilde y generosa con todo el mundo.
Nunca supo que el hombre aquél le encontró muchos defectos y la tiró. Por suerte las piedras nunca saben nada.
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