Los miserables saqueadores pasan a su lado corriendo, sin reparar en el responsable del fuego y de su buena suerte. Uno de ellos, con la prisa, deja caer a los pies de Benavente una fina y costosa cuchara. El leal castellano, absorto y distraído, se agacha y la toma con la mano izquierda. De súbito, vuelve a la vida. En su cabeza estalla la remota posibilidad de que los labios del duque de Borbón se hayan siquiera acercado al argento, desenvainando la espada, de un sólo golpe cercena esa mano que tocara el infame objeto, arrebata a su criado la antorcha y ahí mismo cauteriza la herida.
Días después el Rey ordena que el blasón del fiel vasallo porte, en campo de gules, una mano —amputada, sangrante— agarrando aquella cuchara de plata.
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