9 abr 2003

Trampa de honor

Aventó su resto, la mano era requetechula y quiso agarrarla, pidió al rival una carta nomás y que lo dejara ver. Miró la flor del triunfo y se puso de pie y secó el sudor helado que mojaba su frente. De entre los presentes sólo su contrincante percibió el ligero temblor en las comisuras de los labios. —Ahora sí, compaye, es todo: mi cuaco, mi jacal y mi dinero. De que te toca te toca, ya no tengo pa' jugar así que con tu permiso...

—¿Cuál es la prisa, mi hermano? —preguntó el aludido—, siempre has sido ley, famoso por levantar del petate, al rayar el alba, a tus acreedores. Mas mientes si dices que nada... ¿Y mi ahijada?, ¿la Mireya?, ¿la que acabo de sacar a sus quince años?

Silencio... Margarito se sentó de nuevo y propuso con frialdad: —Contra todo lo que está en la mesa, más tu rancho chico y los caballos. —Prendió un tabaco y se lo fumó como si cualquier cosa—. ¡Nunca dirán que se rajó un Guzmán!, ¡mucho menos al cuarto para las doce!

Cuando su compadre volteó el último siete, se paró otra vez y con voz sonora le dijo —mañana, a las primeras luces, será tuya la prenda que me jugué y perdí de fiado.

Al amanecer, un Juan Carbajal Domingo que arde en deseo se acicala para recibir a la linda niña en botón, a poco escucha en el empedrado las espuelas oxidadas del pagano. Las oye, instantes después, alejarse. Sale a cobrar la deuda y la halla sentada en el zaguán, trajeada de fiesta y con la dulce sonrisa de siempre; no puede dejar de admirarla, sigue igual de tierna y hermosa..., aún ahora que un cuajo de sangre le cuelga del cuello.

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