20 nov 2009

El espectáculo más famoso sobre la tierra

Las luces se apagan y sólo un reflector ilumina la entrada de artistas, se escucha la voz del maestro de ceremonias que anuncia el número que ha hecho famoso a este circo —con ustedes, de allende el atlántico, en directo desde la Rubia Albión, en exclusiva desde los Siglos Sombríos...— y continúa, hipérbole tras hipérbole, mientras los tambores aceleran el ritmo y preparan al auditorio —¡la mismísima esposa de Leofric de Mercia!, ¡la ecuyere desnuda!, ¡cabalgando incansable desde el mercado de Coventry hasta estas afortunada pistas!, ¡la amazona desnuda!, ¡la redentora de tanto fiel vasallo!, ¡¡milady!!, ¡¡¡Lady Gooooooodiva!!! —de pronto, al último golpe de tambor, el público todo baja la cabeza, cumpliendo a cabalidad su papel en aras del Mejor Acto del Mundo.

En la arena, los payasos, los trapecistas, los malabaristas, todos, sin excepción, se prosternan y miran al suelo. En el silencio total se escuchan los cascos de un caballo.

Luego de quince o veinte minutos en tensión, se distingue un trote que se disipa tras los cortinajes, y sólo un sendero de huellas da testimonio de que allí estuvo, escultural y desnuda, Lady Godiva.

16 nov 2009

Hansel y Gretel

Los hermanitos nunca comprendieron por qué su madrastra los llevaba siempre al circo, pero intuían que un día se iban a ver uno al otro dentro de un carromato, alejándose en distintas direcciones: ella —acaso— convertida en la mujer-viborántula que desobedeció a su padre por el poder de la magia, y él —de seguro— sentado por siempre jamás en una silla de tamaño diminuto y amarrado con sus propios hilos de marioneta, el gigante que los cazadores de cabezas redujeron con todo y tronco y extremidades.

Más los acontecimientos se desataron en cuestión de un instante: la arpía horrible, la que usurpó el lugar de la mujer legítima en el lecho de un padre atormentado y pusilánime, se asomó desde las gradas para ver al tigre de Siberia que pasaba encadenado, arrastrado por media docena de payasos. Las criaturitas, en tácito y fraternal acuerdo, la empujaron. Para el animal no fue sino la consecuencia lógica de millones de años de evolución; para la pareja de chiquillos, una anécdota que se ha inflado a través de medio siglo, de cómo ambos vencieron, con ayuda de los animales del circo —escapados sólo para luchar a su lado—, a la última de las brujas pécoras maléficas. Y de cómo huyeron juntos a una ciudad en ruinas perdida en la jungla —y nunca supieron más nada de ser humano alguno.

Para la princesa Casiopea Grano de Maíz Mestizo, que me contó este cuento mientras yo creía que sólo soñaba.

13 nov 2009

Circos

Siempre, recuerdo, tuve una cajita de plata, désas donde se guardaban las jeringas en tiempos de los abuelos —désas que se empapaban en alchohol y luego les daban un cerillazo— y que había heredado de no sé quién.

Traía una colección de miniaturas, cada una de menos de una pulgada, aun muchas muy pequeñas: los enanos y los basenjis danzantes —bien monos con su gorrito— por ejemplo. Todas pintadas al detalle y en amplia gama de colores. Estaba la ecuyere, de tutú blanco; el domador y su casaca escarlata; los trapecistas, de áureo leotardo; y los elefantes en matices gris rata.

Cada figurita tenía, en la parte baja de la espalda, una perilla cuya función era evidente, permitir ser engastada a un juguete de tamaño mayor, uno del que nunca supe nada.

Hoy amanecí, no sé cómo, vestida de arlequín, acurrucada muy quietecita junto a los otros payasos. De pronto, una mano gigantesca alza la tapa de la cajita, me tapo la cara —de manera instintiva, sin captar bien qué me amenaza— y caigo en la cuenta de que en mi mano hay otra cajita, una de proporciones diminutas, del susto se me cae todo lo que hay dentro, y entre leones, contorsionistas y acróbatas, veo en la mano del minúsculo maese de ceremonias, una casi invisible cajita blanca y brillante, miro al cielo y no hay firmamento alguno, pero sé que arriba, donde se pierde la vista, alguien está destapando una caja de plata, una con medidas astronómicas... Apenas ahora descubro detrás de mí, entre mis vértebras coccígeas, un puño diminuto, para conectarme a no sé donde.

Para Ana Cecilia, a quien sigo debiendo el cuento de la Princesa Desnuda, que no sé cómo voy a terminar si ha de durar por siempre.

10 nov 2009

Una tarde en el Coliseo

No se arredran ni ante la hidra ni ante los grifos o la anfisbena. Sólo se apretujan un poco cuando ven el babear rabioso de los minotauros y las múltiples cabezas de la hidra. Se confortan unos a otros y, elevando las manos, arrecian la intensidad de los cánticos religiosos. Cuando el ave roc oscurece el cielo y los aullidos de los licántropos acallan los himnos, el público estalla en vítores y aplausos: es la señal para que comience la masacre. No son sino mujeres, niños y ancianos despedazados, zampados y deglutidos, la sangre salpica aun a los de las primeras filas.

A punto de terminar el festín salen de los fosos los sátiros y las arpías que se encargarán de regresar los monstruos a sus respectivas mazmorras.

El Emperador, aburrido, comenta a gritos con Hércules, el invitado de honor —¡pinches cristianos, ni así entienden!—, y acercándosele al oído, para que lo escuche mejor —¿de dónde sacarán tanta pendejada?

9 nov 2009

El cristal con que se mira

Las tres pistas se abarrotan poco a poco, los payasos reparten los lugares: aquí los contorsionistas y los magos, por acá los mozos y botadores, allá el maestro de ceremonias y los de la iluminación, acullá las ecuyeres y el domador; arriba, se acomodan los trapecistas y funámbulos con los demás acróbatas; en las jaulas, las fieras comparten el espacio con los monociclos, los enanos y una serie interminable de aparejos. El cuchilleca, la mujer barbuda y el oso llegan tarde, pero se sientan como pueden, en silencio y quietecitos.

Todos miran con atención al público, que no ha dejado un lugar sin ocupar, incluso escaleras, rellanos y galerías. El respetable guarda el más respetuoso de los silencios, y llega la manada de elefantes, que derriba las hasta entonces sólidas tribunas, la gente cae al vacío, los de arriba aplastan a los de abajo, los niños quedan apachurrados y aquello se vuelve un caos de tripas, sangre y extremidades. Los alaridos de terror superan los barritos de los paquidermos, pero encima de tanto morir se escucha el aplauso de la familia circense, todos de pie, unidos en una estruendosa ovación: los payasos, los trapecistas, los enanos, la mujer barbuda..., el oso...

Cuando se disipa la polvareda hay montones de cadáveres por todos lados, aunque aún se escuchan lamentos y gritos de dolor. Mujeres y niños agonizan con débiles gimoteos. Mas ha sido un espectáculo fabuloso, el público de este lado queda satisfecho, ¡nunca habían visto nada igual!

8 nov 2009

Requiescat...

Con motivo de las exequias del barón Dieter von Nurmengstoffen, el Circo de Pulgas ha cancelado las funciones del viernes diecisiete. El valiente domador fue devorado por sus feroces plantas carnívoras.

7 nov 2009

Aposiopesis

—Y esto será en beneficio de todos ustedes— dijo emocionado el Presidente —y tengan la seguridad de que me sacrificaré junto con mi pueblo entero y de que...— mas no pudo continuar, las reticentes palabras se le atoraron en la garganta y sus guaruras tuvieron que bajarlo del podio.

La carpa estalló en millones de balidos, que los noticieros se encargaron de propagar por todo el País, con excelentes closopes de los ojos lacrimosos de nuestro valiente líder.