13 nov 2009

Circos

Siempre, recuerdo, tuve una cajita de plata, désas donde se guardaban las jeringas en tiempos de los abuelos —désas que se empapaban en alchohol y luego les daban un cerillazo— y que había heredado de no sé quién.

Traía una colección de miniaturas, cada una de menos de una pulgada, aun muchas muy pequeñas: los enanos y los basenjis danzantes —bien monos con su gorrito— por ejemplo. Todas pintadas al detalle y en amplia gama de colores. Estaba la ecuyere, de tutú blanco; el domador y su casaca escarlata; los trapecistas, de áureo leotardo; y los elefantes en matices gris rata.

Cada figurita tenía, en la parte baja de la espalda, una perilla cuya función era evidente, permitir ser engastada a un juguete de tamaño mayor, uno del que nunca supe nada.

Hoy amanecí, no sé cómo, vestida de arlequín, acurrucada muy quietecita junto a los otros payasos. De pronto, una mano gigantesca alza la tapa de la cajita, me tapo la cara —de manera instintiva, sin captar bien qué me amenaza— y caigo en la cuenta de que en mi mano hay otra cajita, una de proporciones diminutas, del susto se me cae todo lo que hay dentro, y entre leones, contorsionistas y acróbatas, veo en la mano del minúsculo maese de ceremonias, una casi invisible cajita blanca y brillante, miro al cielo y no hay firmamento alguno, pero sé que arriba, donde se pierde la vista, alguien está destapando una caja de plata, una con medidas astronómicas... Apenas ahora descubro detrás de mí, entre mis vértebras coccígeas, un puño diminuto, para conectarme a no sé donde.

Para Ana Cecilia, a quien sigo debiendo el cuento de la Princesa Desnuda, que no sé cómo voy a terminar si ha de durar por siempre.

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