16 nov 2009

Hansel y Gretel

Los hermanitos nunca comprendieron por qué su madrastra los llevaba siempre al circo, pero intuían que un día se iban a ver uno al otro dentro de un carromato, alejándose en distintas direcciones: ella —acaso— convertida en la mujer-viborántula que desobedeció a su padre por el poder de la magia, y él —de seguro— sentado por siempre jamás en una silla de tamaño diminuto y amarrado con sus propios hilos de marioneta, el gigante que los cazadores de cabezas redujeron con todo y tronco y extremidades.

Más los acontecimientos se desataron en cuestión de un instante: la arpía horrible, la que usurpó el lugar de la mujer legítima en el lecho de un padre atormentado y pusilánime, se asomó desde las gradas para ver al tigre de Siberia que pasaba encadenado, arrastrado por media docena de payasos. Las criaturitas, en tácito y fraternal acuerdo, la empujaron. Para el animal no fue sino la consecuencia lógica de millones de años de evolución; para la pareja de chiquillos, una anécdota que se ha inflado a través de medio siglo, de cómo ambos vencieron, con ayuda de los animales del circo —escapados sólo para luchar a su lado—, a la última de las brujas pécoras maléficas. Y de cómo huyeron juntos a una ciudad en ruinas perdida en la jungla —y nunca supieron más nada de ser humano alguno.

Para la princesa Casiopea Grano de Maíz Mestizo, que me contó este cuento mientras yo creía que sólo soñaba.

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