26 ago 2008

El Cótiti-cótiti

Le decíamos el Cótiti-cótiti desde que una vez, en un Jamboree Nacional, en una caza de fantasmas, nos encontramos junto a un dirigente en un catafalco, maquillado a la perfección como un muerto de varios días, con los árboles alrededor decorados con telarañas y bichos de cartón-piedra, y todo el paraje en ambiente gracias a las cubetadas de hielo seco...

Les contaba que este muchacho, de doce o trece años, de figura algo menos que menuda, pusilánime y frágil en extremo, sacó inusitado valor —hizo de tripas corazón— y fue el único de la patrulla que se atrevió a tocar el supuesto cadáver. Apenas le rozó la mejilla, pero ninguno de nosotros había dado siquiera un paso adelante, así que su acto fue heroico.

Pues bien, el apodo lo obtuvo porque en el momento crucial, para darse ánimos, le espeto al difunto, con su vocecilla titubeante y los dedos temblorosos, el famoso —¡Cótiti-cótiti!

Con el tiempo, se consiguió otros amigos que lo respetaran más —no sólo en presencia de la muerte—, dio el estirón, terminó su carrera y fue el más exitoso de aquella tropa del Cincuenta-y-seis-Grupo-¡Siempre-Listos!

Hoy no he podido resistir la tentación. Lo vi ahí tendido, tranquilito y con la plasta ésa que te ponen en la funeraria para que no te veas tan jodido, era de madrugada como aquella vez en el campamento, y no había nadie cerca. Con mis dedos estremeciéndose y mi voz ajada y seseante, le rocé apenas la mejilla y murmuré: ¡Cótiti-cótiti!

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