18 oct 2002

Los tatachombis

Mi propuesta al Duque de Kenacjeristán es viable, recupera la rentabilidad que en el siglo XI tuvieron los tatachombis, e implica una flamante dignificación del folklor patrio.

Todavía vagan por las estepas, y aunque su tez verdosa y su chirriante caminar los distingue de inmediato, apenas si llaman la atención. Desde que se descubrieron las astucias diferenciales y la piedra filosofal, las habilidades de los vivientes muertos devinieron obsoletas; incapaces de descansar o de ser eliminados, deambulan evitando los obstáculos de forma muy rudimentaria, utilizando su también anticuado sistema de balancines magnéticos. Sin cabeza, con el costillar despellejado y con su ridículo exceso de extremidades, resultan vulgares al observador fortuito, quien a veces tropieza con los restos de las cadenas que antaño los resguardaban del hurto —tiempos aquellos cuando, paradójicamente, fueron considerados propiedades de gran valor.

La posiblilidad de dispararles con mosquetes, ballestas —incluso con cañones— atraerá viajeros de la Europa Occidental, principalmente señores feudales ociosos. Imaginen al país enriqueciéndose sin merma alguna del recurso cinegético, ya que cualquier tipo de trofeo estaría prohibido, tanto por la preservación del patrimonio, como por la nauseabunda hediondez de estos resilientes cuerpos sin alma.

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