1 ago 2009
No todo lo que brilla es oro
Hacía horas que Midas contemplaba su propia imagen en el espejo. Atrás
de él, la estatua en que se había convertido su hija yacía recargada en
los muros dorados, ésos de los primeros regocijos luego de recibir el
don. A un lado, el regio banquete —con las más exquisitas viandas y
tanto vino selecto— eternizado en metal divino. A sus pies, la ropa de
cuyo peso apenas si logró liberarse para no morir asfixiado. Y en su
rostro, una última lágrima que no, no era áurea, diamantina quizá, del
más puro cristal: una estrella de tristeza, un firmamento de fulgor...
No, siguió llorando, no todo lo que brilla es oro.
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