6 mar 2005

La lagartija de plata

La soberana quiso que le forjaran la más preciosa de las joyas: una lagartija de plata. No sólo eso, ordenó que le imbricaran alma de platino y espíritu áureo decolorado con paladio.

Durante décadas, los alquimistas del país lucharon por incorporar la mayor cantidad de materia en cuanto recoveco de manifestación probabilística electrónica encontraron disponible. Luego, y en atención a un nuevo capricho, apretujaron, en las regiones intersticiales de los ojos de esmeralda, una pléyade de rubíes y zafiros en matriz de buckminsterfullereno.

Cuando se presentó la quimera argentina, venía dentro de un cofre de martensita y plomo, barnizado con neutronium. La Reina levantó la tapa y tomó el pequeño objeto que flotaba sobre aquella solución de deuterio en superfluido gaseoso. El salón del trono emanaba sutilísimos efluvios con aroma a desintegración beta, rayos gamma y vapor de tritio.

Después, todo fue llanto cósmico y crujir de quarks.

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