9 dic 2010

Los tres reyes macabros

 Viene primero Melchor, un esqueleto que apenas se sostiene adherido a la colosal masa de pústulas y cadáver que devino su montura, ese elefante en lentísima descomposición que parece buscar nomás el sitio adecuado para tumbarse por siempre. En el camello, que aparenta ser la más íntegra de las cabalgaduras, viene Gaspar en agonía, sus nalgas al rojo vivo tintineando sobre una joroba llena de ponzoña que se transparenta a la luz de la Estrella de Belén, lo mismo que las entrañas del animal, pletóricas de larvas, espuma microbial e insólitas especies de ácaros. Atrás llega Baltazar, o quizá la momia que una vez fue Baltazar, su bestia es sólo el fantasma helado, imagen que se evanesce, de lo que una vez fue un caballo.

En el pesebre preside un arcángel vuelto piedra, y está José, un montón erecto de mierda en el que sobrevive un par de ojos aterrorizados. Y María tasajeada del cuello al orificio último, frenética en convulsiones, ulula en silencio su desesperanza, incapaz de morir.

Alrededor y hasta donde alcanza la vista, cientos de pastorcillos yacen carbonizados, muchos de ellos aún conscientes y suplicando que se acabe tanta tortura.

El pequeño, envuelto en sangre y placenta, se atiborra con los puños de las carnes del Buey y la Mula, que mugen y relinchan de dolor. De la frente del Niño Dios asoman dos cuernos.

Los Sabios de Oriente se han disuelto antes de entregar los obsequios.

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